domingo, 7 de junio de 2009

EL CASO URIBURU (SERIAL 1)


“Era capaz de matar a su madre a cuchilladas por un poco de atención” me dijo la señora Rasbusen y agregó “tenía tan sólo siete años”. Esas fueron las palabras que más me sorprendieron mientras ordenaba mis papeles en el bar. Ese chico malcriado e hiperquinético se había convertido, años más tarde, en uno de los mejores practicantes de esgrima y a los 17 era un maestro del florete. Sus ocupaciones y aficiones, entre ellas las matemáticas y el ajedrez, requerían toda la atención que el reclamaba en la niñez. Algo había ocurrido, no era sólo el paso de la niñez a la adolescencia; algo lo había golpeado con dureza. Pero eso ya no importaba, su desaparición ocupaba la primera plana de todos los tabloides de la capital. Incluso “La Gaceta” periódico de baja tirada donde yo estaba haciendo mis primeros pasos en el oficio a mediados de los 50s.

En aquellos años nadie ganaba fortunas en el periodismo, en realidad era un trabajo muy mal visto, que sólo ejercían escritores frustrados, acomodados y toda clase de aprovechadores con pocos escrúpulos. Pero uno se podía ganar la vida y mantener los vicios (cigarrillos, alcohol, caballos) y eso ya era bastante. “La gaceta” había aumentado su tirada los últimos días gracias al caso del joven Tomás Uriburu, ya que era uno de los pocos medios donde su familia no podía demostrar su poder. Su dueño José Azcangallo mantenía una vieja inquina con los Uriburu y estaba dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias en este caso. Por eso gran parte de los redactores del diario estábamos abocados a ello, incluso los de deportes como yo.

Azcangallo nunca me había hablado, pero ese día se paró a un metro de mi máquina de escribir y con autoridad me ordenó: “Usted Bruguera, Diego no? (asentí con la cabeza), usted me puede venir bien. Deje de pavear con tanto deporte y póngase a trabajar, investigue, tráigame algo que valga la pena”. Sin más rodeos se dio vuelta y volvió a su oficina. No sólo me había tratado de idiota frente a todo el diario, sino que lo había hecho con total impunidad, impunidad de patrón de estancia.

Conocí a Tomás algunos meses atrás, cuando lo entrevisté luego de que obtuviera la medalla de plata en los panamericanos; después de eso sólo cruzamos unas palabras en contadas ocasiones. Tenía buena presencia, era callado y con aire soberbio, como si ya supiera cada palabra de lo que los otros iban a decir. Suspiraba aburrido en los reportajes y siempre tenía prisa. Sólo hacía excepciones si se trataba de chicas, para ellas siempre tenía tiempo y atención.

Esa noche, revolviendo entre los archivos del caso que había en el diario, encontré una foto del equipo nacional de esgrima con una dirección anotada en el reverso. Esto ya se parecía demasiado a una novela barata y de mala calidad, anoté la dirección en mi agenda y con el último fósforo prendí un cigarrillo y me senté a pensar que sucedía luego en las novelas baratas, a las cuales (debo confesar) yo era aficionado.